Una vez hubo llegado Andrés a nuestra cita, buscamos un 24
horas para cenar algún sandwich y poder charlar, pues hacía tiempo que no
coincidíamos debido a nuestros constantes viajes.
–¿Qué tal tu por
Miami?- me espetó solo sentarnos.
- ¡No te lo vas a creer!- contesté claramente emocionado. Coincidí
en un vuelo interno con un abuelete genial. Volvía a casa después de dar una
conferencia en Boston, donde le esperaba su mujer en aquel paraíso que supone
Florida para los jubilados. Yo le explique que acudía a una cita de negocios y
que apenas pasaría unas horas en el condado de Dade antes de dar el salto del
charco.
Me estuvo contando algunas batallitas, era un tipo muy
interesante. Había estado muchos años como mano derecha de Lee Iacocca, el gran
referente del Management de finales del siglo pasado. Historia viva. Y ante mi
verborrea sobre temas de mi trabajo me soltó una de buena.
Resulta que a mediados de los ochenta, debían iniciar un
importante proyecto con un presupuesto cuyas cifras podrían, digamos, llegar a
marear. Iacocca le llamo a su despacho, como solía hacer siempre que necesitaba
“otros puntos de vista”, para decidir qué persona debía hacerse cargo de dicho
proyecto.
Al final, me contó, llegaron a una conclusión. Debido a la
importancia del proyecto para la compañía, y a la elevada cuantía del
presupuesto, el elegido debía ser alguien de dentro. Algún directivo que
conociera bien la empresa. Así que decidieron hacerlo público entre el staff de
más alto rango a nivel nacional.
Ese mismo viernes, al acabar la convención en la que se
había anunciado la vacante, John Fitzgerald , uno de los jóvenes talentos de la
compañía, solicitó verse con el mismísimo presidente. Así que allí estaban el
abuelete, que entonces todavía era un maduro directivo, y Iacocca, dispuestos a
recibir a uno de los que, curiosa casualidad, era de los tres preelegidos para
la terna final.
Fitzgerald fue al grano de entrada. Se postulaba como la
mejor opción para ese cargo. La sonrisa de Iacocca y el abuelete (que entonces
todavía no lo era) por haber tenido buen ojo en la previsible terna, dio alas
al discurso de Fitzgerald. Expuso con meridiana claridad, todos sucesivos
éxitos que habían reafirmado toda su ascensión en la empresa a lo largo de 14
años. Realmente era un tipo con mucho talento, y energía suficiente para llevar
a cabo cualquier proyecto. Cerró su exposición remarcando su implicación con la
empresa. Y como prueba de su dedicación, explicó, en los últimos cuatro años solo
había podido coger un par de semanas de vacaciones, muestra irrefutable de su
compromiso con los objetivos de la compañía.
El aterrizaje, un tanto movidito por la climatología, había
interrumpido definitivamente la anécdota. -¡Wayne!- Le llame, cuando lo ví unos
metros delante en la cinta transportadora de la terminal. Tras cuatro horas y
media de viaje y un aterrizaje que más pareció un amerizaje, ya nos podíamos
tutear. -Bueno, estamos en tierra sanos y a salvo- le solté mientras él giraba
levemente el torso para verme acercar.
-Dime, ¿Cómo acabó la
historia de Iacocca?-
-No lo aceptó- me cortó sin dejarme preguntar, más que con
mi gesto de extrañeza.
-Veras- continuó
explicándome a la vez que arqueaba levemente una de sus blancas cejas -el lunes
a primera hora, Lee me llamo a su despacho para que programará entrevistas con
los otros dos de la terna. No podemos permitirnos el lujo- me dijo Lee, en un
tono que no albergaba ninguna duda – en dejar semejante proyecto en manos de un
hombre así.
Alguién, sentenció
muy despacio Lee, incapaz de organizarse para pasar al menos, dos semanas al
año con su familia de vacaciones, nos dará, sin duda, problemas para gestionar
tan importante cantidad de recursos, materiales y humanos.
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