Pasaban algunos minutos de las nueve de la noche cuando
Andrés me llamaba para contestar mi mensaje. Acababa de salir del despacho del
jefe supremo; Disculpa camarada acabo de salir del despacho de Emmanuel y no
podía atender tu llamada, me decía en un tono que discurría entre la disculpa y
la explicación. Eran las nueve de la noche y todavía le quedaban sesenta
kilómetros desde la fábrica a su casa. Y otros tantos minutos más o menos para
poder atender a nuestra cita antes de volver a desaparecer en un viaje de
semanas.
Andrés era un alto ejecutivo de una multinacional española,
aun así tremendamente pueblerina en su más peyorativo y denostado significado.
Porque la empresa estaba en manos de su propietario mayoritario. Un hombre
anclado en el pasado capaz de desaprovechar todas las oportunidades que ofrece
el viajar. De los que entienden que recibir un salario, supone carta blanca
sobre la vida del prójimo, como si el sueldo no fuera tal, sino el precio de
una compraventa. De la venta de un alma al diablo.
Como Dios los crea y ellos se juntan, el director del área
de recursos humanos, un tal Roman Carruana, le iba a la zaga en cuanto a
procedencia rural. También aquí uso el término rural, no precisamente, en el
onírico ideal de vida que muchos tenemos sobre lo maravilloso que resulta vivir
en el campo, sino más bien en su lejanía de los núcleos de población. En su
desconocimiento o incluso desprecio hacia quien los habita. Las personas. Diríase
que son prototipos de individuos más acostumbrados a tratar con animales. Y de
los llamados de carga, antes que de los llamados de compañía. Estos últimos,
que también los tienen, suelen estar atados a cadenas en el patio, fuera de la
vivienda. Porque tienen de todo. Es más, entre el ser o tener, siempre
prefieren tener y en el caso de ser, El Amo.
(continuará...)
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