El arte de la vergüenza y la vergüenza torera

La fiesta está que arde y parece querer darle fuerte revolcón a Francisco Rivera Ordóñez, o mejor dicho , a Fran Rivera, Fran a secas para los del colorín.

No es en esta ocasión un furibundo morlaco el que le ha quitado el sitio al matador sino la esencia de su propio mundo taurino.

Y con esto, el romanticismo decimonónico de los piques entre poetas, se traslada del callejón del gato a las avenidas de los massmedia.

Quiso la decencia torera no mezclarse entre las informaciones de color rosa, a pesar de no poner reparos en dar buena cuenta de las protagonistas de esas páginas de papel couche. Pero de siempre, por algo es tan tradicional la tradición, el matador debía mostrarse al público casi como un monje. De vida casta y recogida. Asceta y apretado en cuanto a sus pasiones como el traje que viste para burlar a la muerte, así y sólo así, podrá el matador soltar todo lo que lleva contenido, en la plaza. Podrá eyacular, en su sentido etimológico de lanzar al exterior, lo que se lleva dentro. Arte y pasión legendaria.

El percal no es malo por si mismo. Más bien al contrario, se enroca en sus posiciones más tradicionales. Aparece el pique, y de la misma forma que azuzó a poetas como Quevedo y Góngora para que colocaran letras y fonemas en su punto justo, aquí y ahora parece atizar los rescoldos de la hoguera taurina. Ésta, necesita de las llamas y huye de las cenizas cual ave fénix. En esta caso las letras a colocar son chicuelinas, derechazos y pases de pecho, mientras los sonidos, son el terreno y cargar la suerte.

Dejando claro lo positivo del pique en cuanto a la carga de romanticismo y espoleta revitalizadora, al Cesar lo que es del Cesar. Quiso el destino que Francisco Rivera viniera al mundo en el seno de una familia mítica en el mundo taurino. Tan mítica que otros mundos la quisieron para si. Pudo haberse mantenido al margen el diestro, pero difícil resulta cuando apareces todavía en pañales en las revistas de mal llamado corazón. Aunque sea en brazos de un torero de casta, que es lo mismo que decir de corazón, en este caso literal.

Así pues, es ese corazón, el de las revistas, el que ha jugado en contra durante toda la carrera del matador. De forma que muchas veces eran las propias páginas las que impedían ver el auténtico corazón de Rivera Ordóñez. Ese músculo que bombea constantemente una sangre bendecida por el don del toreo. Y si alguien duda de esto no tiene más que ir a ver a los ruedos a Francisco Rivera Ordóñez. No encontrará la mano baja y lenta de El Cid ni muchísimo menos, eso no lo dan los genes sino la varita mágica del Duende. Pero por el contrario encontrara una sabiduría extraordinaria para alguien tan joven. Salga quien salga de chiqueros, Rivera Ordóñez es capaz de interpretar la partitura sin aparente dificultad. Donde muchos se quedan, Rivera Ordóñez sigue, su trasteo demuestra un conocimiento total sobre el toro y el toreo. Hace su trabajo, lo lleva en la sangre.
Como escribe Juan Posada , “si a lidiar toros bravos se le denomina arte de torear, todos los que lo hacen son artistas y, como no, acreedores de la Medalla de las Bellas Artes”.

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